Que veinte años no son nada… y son todo
Columna JFM

Que veinte años no son nada… y son todo

Los estadounidenses se hacen, entre la generación de los llamados baby boomers dos preguntas clásicas: ¿qué hacías cuando mataron a Kennedy y qué cuando el hombre pisó por primera vez la Luna?. Nosotros, tenemos también dos preguntas generacionales: dónde estabas cuando el terremoto y qué hacías cuando mataron a Colosio. Dos hechos diferentes, lejanos incluso entre sí, pero que marcaron a una generación y la historia reciente de México.

Los estadounidenses se hacen, entre la generación de los llamados baby boomers dos preguntas clásicas: ¿qué hacías cuando mataron a Kennedy y qué cuando el hombre pisó por primera vez la Luna? Nosotros, tenemos también dos preguntas generacionales: dónde estabas cuando el terremoto y qué hacías cuando mataron a Colosio. Dos hechos diferentes, lejanos incluso entre sí, pero que marcaron a una generación y la historia reciente de México.

El 19 de septiembre del 85 a las siete y media de la mañana estaba en el balcón de mi departamento de la colonia Nápoles con mi hija de meses en los brazos mientras vigilaba que en la calle mi otro hijo tomara el camión escolar que pasaba por él en esos momentos, cuando todo, literalmente pareció cimbrarse en forma interminable y el hotel de México, que luego se convertiría en el WTC, frente a mi, parecía moverse como un juguete de plastilina. No pude apreciar la tragedia en forma inmediata porque la naturaleza fue generosa con quienes vivíamos por allí. Unas cuadras más adelante, cruzando el viaducto Miguel Alemán con Insurgentes, el mundo comenzaba a ser otro, diferente, atroz. Ese y los siguientes días me tocó hacer de todo: reportero, fotógrafo, redactor, diseñador, trabajar en algo que, como todos, no estaba preparado para afrontar.

Pero recuerdo en forma imposible de olvidar aquellos días y sobre todo aquellas primeras horas en las que un motociclista me llevaba a tratar de cubrir periodísticamente algo que era inabarcable. Recuerdo sobre todo a la gente y a los soldados: eran los que a las nueve, diez de la mañana, estaban en la calle rescatando cuerpos, tratando de organizar el caos. Recuerdo primero la extrañeza y luego la indignación porque pasaban las horas y nada se sabía ni del gobierno federal ni del gobierno capitalino. Recuerdo el recuento de las víctimas, el olor a muerte, el descubrir que toda una parte de la ciudad que disfrutaba cotidianamente ya no estaba. Recuerdo cómo, después, muchos descubrieron lo que llamaron (utilizando mal a Gramsci) la sociedad civil y que no era más que la gente que, ante los enormes vacíos que dejó el poder en aquellos días, simplemente hizo lo que sabía: se organizó y trató de hacer lo mejor que pudo las cosas.

Recuerdo además como, algunos con buenas intenciones y trabajos concretos, otros simplemente para aprovechar lo que se terminó llamando la industria de la reclamación, se construyeron nuevos liderazgos políticos, se crearon nuevas organizaciones, se ocuparon espacios que no sólo los gobiernos sino que también los partidos tradicionales no supieron llenar. Recuerdo, cómo olvidarlo, a algunos de los hombres que ahora se envuelven en las banderas de la paternidad de la reconstrucción de la ciudad cuando, en realidad, estaban jugando sus cartas políticas para la futura sucesión presidencial. Recuerdo cómo algunos, desde el principio, eran simplemente unos vivillos gangsteriles que comenzaron a sacar raja de la desesperación ajena, incluso recibiendo recursos, como los reciben hasta el día de hoy, 20 años después, para construir viviendas populares que, si se diera hoy un desastre de aquella magnitud, se caerían como naipes: allí nació, por ejemplo, la relación entre lo que ahora conocemos como la corriente de René Bejarano y Dolores Padierna con Manuel Camacho y su equipo. Hubo otros, por supuesto, que se estuviera o no de acuerdo con ellos, realizaron trabajos notables con la gente, como Marco Rascón y su grupo, o la gente de Alejandro Varas.

Cómo no recordar que allí hay que encontrar las raíces para el movimiento del CEU que nació unos meses después, aunque paradójicamente los objetivos que impulsaba no eran los más justos. O cómo, de la mano con ello, en una confluencia con esos dos movimientos sociales: el vecinal y el estudiantil, nacía la corriente democrática en el PRI que encabezó Cuauhtémoc Cárdenas, aprovechando, también en ello, la extrema debilidad y los enormes vacíos que dejaba el gobierno de Miguel de la Madrid, al que tanto le costó manejar la sucesión presidencial atenazado en prácticamente todos sus frentes internos y externos.

Hoy, veinte años después, no cabe duda que nuestro país y nuestra sociedad parecen estar mucho mejor preparada para enfrentar un desastre natural. Esa preparación sigue estando presente, sobre todo, en la labor de unas fuerzas armadas que se han convertido en un sostén ciudadano para cualquier emergencia. Pero dos décadas después, lo peor que salió del terremoto: ese clientelismo exacerbado que se fomentó desde el poder para tratar de calmar las presiones sociales, esos dirigentes venales que se aprovechan del mismo, ese vacío de poder que deja el Estado cuando no cumple plenamente con sus funciones, allí están, presentes, esperando ser utilizados, para bien o para mal, por la desmemoria y la promesa de que el futuro, para ser tal, debe parecerse demasiado al pasado que se ha querido dejar atrás.

Hoy, por supuesto, hay que recordar a las víctimas, hay que recordar a los héroes de carne y hueso, es una buena hora para sacar cuentas y hacer evaluaciones, pero también para comprobar que, en una suerte de espiral cuya dirección final es difícil de adivinar, el destino del país está en muchas de las mismas manos, en muchos de los mismos oportunistas que entonces hicieron todo mucho más difícil y que en lugar de honrar a la gente y sus verdaderas organizaciones, la aprovecharon para convertir la llamada sociedad civil en una sociedad clientelar que marca la pauta, hoy, en la vida política del DF y de otros lugares del país.

La otra pregunta y una respuesta a Federico

La otra pregunta que nos hacemos es qué hacíamos cuando mataron a Colosio. Yo estaba en mi oficina, atrapado entre un dolor profundo, personal, intransferible, y la responsabilidad, otra vez, de tener que escribir, de sacar una columna, de explicar lo que, una vez más, no estaba preparado para afrontar. Por eso recuerdo muy bien lo sucedido, los personajes, la mezquindad con que actuaron los opositores internos a Colosio y el desprecio marcado por la ignorancia de sus adversarios internos. Recuerdo como Diana Laura literalmente expulsó a Manuel Camacho del velatorio; cómo jamás escuché una sola declaración, una condolencia de López Obrador para Colosio, ni para el político ni para el hombre. Unos y otros insistían en que Colosio era casi un pelele de Carlos Salinas, que no existía por sí mismo: lo despreciaban. Por eso, porque recuerdo, me dio hasta pena ajena, el ejercicio de cinismo de ver a López Obrador haciendo una guardia de honor y simulando un homenaje al Colosio que en vida despreció. Una pena ajena similar a la que me suscita leer a Manuel Camacho diciendo que él había roto con Salinas nada más y nada menos que desde 1988.

No puedo separar esto de los comentarios de mi amigo Federico Arreola del viernes pasado, sobre lo escrito en este espacio un día antes. No tengo intención de polemizar con Federico porque lamentablemente ya no lo hago con el periodista sino con el político encargado de conseguir el financiamiento para López Obrador. Pero Federico tendría que leer antes de rebatir: en este espacio no se criticó a López Obrador porque haya consultado al IFE sobre la conveniencia de su viaje a Los Angeles. Lo que se criticó fue que Camacho dijera que el IFE “amenazaba” a AMLO al no permitirle hacer ese viaje. No critiqué, ni critico a Federico por proponer el 01 800 o el redondeo, sino porque sin justificación alguna hubiera calificado al IFE como un “árbitro vendido”. Como no puedo dejar de criticarlo por permitir un acto publicitario llevando a Andrés Manuel a la tumba de un hombre que fue su amigo y al que su actual jefe despreció en vida. Pero así es la política. Así son la mayoría de los políticos.

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