La sucesión silenciosa, la de la Suprema Corte
Columna JFM

La sucesión silenciosa, la de la Suprema Corte

Por una extraña razón que tiene mucho que ver con su vieja historia de dependencia del poder ejecutivo federal (una situación que se superó a partir de la reforma del sistema judicial realizada en diciembre del 94), lo cierto es que poca atención se le presta al poder judicial y a la actuación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es un error grave en el que caen, incluso, muchos de los principales actores políticos que sólo parecen descubrir lo que sucede en la Corte cuando alguna resolución de la misma los afecta directamente. Peor aún, algunos sectores se han empeñado en atacar a la Suprema Corte porque la sola idea de un poder judicial autónomo, que no tome sus decisiones basados en consideraciones eminentemente políticas, les parece inaceptable.

Por una extraña razón que tiene mucho que ver con su vieja historia de dependencia del poder ejecutivo federal (una situación que se superó a partir de la reforma del sistema judicial realizada en diciembre del 94), lo cierto es que poca atención se le presta al poder judicial y a la actuación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Es un error grave en el que caen, incluso, muchos de los principales actores políticos que sólo parecen descubrir lo que sucede en la Corte cuando alguna resolución de la misma los afecta directamente. Peor aún, algunos sectores, en particular el lopezobradorismo, se han empeñado en atacar a la Suprema Corte porque la sola idea de un poder judicial autónomo, que no tome sus decisiones basados en consideraciones eminentemente políticas, les parece inaceptable. Esta lógica es la que ha imperado en otros movimientos similares en América latina, como el chavismo o la corriente de Evo Morales, que comprendieron que para imponer lógicas autoritarias y para perpetuarse en el poder, no sólo debían edificar constituciones a su medida, sino también acabar con la autonomía del poder judicial.

Incluso así, fuera de declaraciones retóricas, es poco lo que se analiza al respecto. En estos días, por ejemplo, la Suprema Corte ha entrado en un periodo clave para su futuro. Por una parte, el senado tiene que elegir, de una terna propuesta por la pasada administración, a un nuevo ministro de la Corte. Los tres propuestos son la ex responsable jurídica de la presidencia de la república, María Teresa Herrera, el ex subsecretario del trabajo, Fernando Franco y Rafael Estrada Sámano. El segundo parecería tener mayores posibilidades aunque no se descartaba que, finalmente, pudiera regresarse la terna, entre otras razones para contemplar la opinión de la administración Calderón.

Pero, independientemente de la elección del nuevo miembro de la Suprema Corte, ésta tendrá que elegir, de entre los ministros en funciones, al nuevo presidente de la misma para los próximos tres años. La elección se realizará el dos de enero, en la primera de sus sesiones del 2007 y quien sea elegido (o elegida) deberá contar con por los menos seis de los once (o diez, si para esa fecha no se designó aún a quien reemplazará al ministro Juan Díaz Romero) ministros.

Es la primera vez que se elige un presidente de la Corte en lo que será una sesión abierta y en la cual, además, se estableció que entre el primero y el cinco de diciembre, los ministros que aspiraran a esa posición presentaran por escrito y públicamente sus propuestas. Seis de los actuales diez ministros se han registrado para buscar la presidencia de la Suprema Corte: se trata de Sergio Aguirre Anguiano, José de Jesús Gudiño Pelayo, Guillermo Ortiz Mayagoitia, Olga Sánchez Cordero, Juan Silva Meza y Sergio Valls Hernández.
Los documentos que han presentado coinciden, prácticamente todos, en la necesidad de realizar reformas importantes en el poder judicial y otorgarle, en el mejor sentido de la palabra, un mayor protagonismo. Si a ello sumamos, la lógica política que ha imperado en los últimos tiempos, en los cuales se han judicializado muchas decisiones políticas (incluido los resultados electorales o la acción de los gobiernos y los partidos), no cabe duda que la Suprema Corte y el poder judicial en sí, necesitan, a pesar de los avances de los últimos tiempos, renovarse con mayor profundidad aún.

En realidad, cualquiera de los seis postulantes podrían ser presidentes de la SCJN, pero parecen existir diferencias importantes entre ellos, porque la propia Corte ha comprendido el peso político creciente que tiene y, lógicamente y sin que suene peyorativo, se ha “politizado”. Recordemos, además, que la decisión queda en las manos, sólo, de los diez u once integrantes de la Corte. Dicen los analistas, que en estos temas no siempre acertamos, que la ventaja estaría en estos momentos en los ministros Guillermo Ortiz Mayagoitia y Juan Silva Meza, mientras que Olga Sánchez Cordera aspira a ser la primera mujer en encabezar el poder judicial.

En realidad, los dos últimos presidentes de la Corte no podrían haber sido más diferentes: David Genaro Góngora Pimentel fue un presidente con un marcado olfato político que posicionó a la Corte y logró mantener una fuerte influencia en el órgano y, sobre todo, en varios de sus estratos inferiores. Incluso mucho se especuló con la posibilidad de que, si hubiera ganado López Obrador las elecciones, el ministro Góngora Pimentel hubiera podido regresar este dos de enero a su anterior responsabilidad. Góngora Pimentel no se ha registrado para ello, pero sigue siendo un ministro con fuerte influencia en el pleno y fuera de él. Mariano Azuela Güitron es un hombre quizás en las antípodas de Góngora, respecto a personalidad y visión de las cosas. Ha tenido varios méritos al frente de la Corte, y uno de ellos ha sido avanzar en su modernización, su apertura y la resistencia al involucramiento mucho más abierto de la política en la misma, algo que, por supuesto, no ha podido impedir, pero sí mitigar en forma muy importante.

Muy probablemente, quien reemplace a Azuela, tendrá que ser alguien con el mismo perfil de sobriedad y atingencia del actual ministro presidente pero con una visión periférica más amplia, como la tuvo (la tiene) Góngora, y también que escuche las demandas de la sociedad para reformar el poder judicial. Temas como la especialización de los tribunales, los juicios orales, una justicia expedita, criterios mucho más claros para casos relacionados con el crimen organizado, la honorabilidad de los jueces, redimensionar al Consejo de la Judicatura, parecen capítulos inaplazables para el futuro. La decisión está en manos de los diez u once ministros que el dos de enero, en una sesión abierta pero contando sólo con su voto, definirán, en buena medida, el futuro de la justicia en México.

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