¿La resurrección del informe?
Columna JFM

¿La resurrección del informe?

Decía Eugene O’Neill que nos olvidáramos del pasado, “aquellos no éramos nosotros”. Parece que a nuestros políticos les ha dado por recordar al dramaturgo estadounidense porque una y otra vez se regresan sobre sí mismos, vuelven a avanzar en círculos y los temas de su agenda reaparecen continuamente, sobre las mismas historias, prejuicios, rencores, como si antes no hubieran estado ahí.

Decía Eugene O’Neill que nos olvidáramos del pasado, “aquellos no éramos nosotros”. Parece que a nuestros políticos les ha dado por recordar al dramaturgo estadounidense porque una y otra vez se regresan sobre sí mismos, vuelven a avanzar en círculos y los temas de su agenda reaparecen continuamente, sobre las mismas historias, prejuicios, rencores, como si antes no hubieran estado ahí.

Hace unos años se decidió que el que el presidente fuera al Congreso a rendir su informe de gobierno se había convertido en un sinsentido. En el último informe de Vicente Fox fueron algunos legisladores los que incluso colocaron cadenas en las puertas del salón de plenos de San Lázaro para evitar que el presidente acudiera a esa cita: lo obligaron a entregar el texto del informe en el vestíbulo de San Lázaro. Desde 1989, todos y cada uno de los informes presidenciales se habían convertido en un circo en el cual los gritos, los insultos, las mantas, los disfraces de todo tipo, convertían a la sede de la cámara de diputados en uno de los espectáculos políticos más tristes que se podían contemplar. Y en cada uno de esos informes la percepción ciudadana de los legisladores caía más abajo, no porque se estuviera necesariamente de acuerdo con el presidente en turno, sino porque lo que se veía era tan absurdo y en ocasiones grotesco, que no hubiera sido permitido jamás en el más desordenado salón de clases de un kinder, mucho menos en la sala de estar de nuestras casas.

Fue por eso, no por otra razón, que se decidió acabar con la ceremonia del informe presidencial. Hacía ya muchos años que la misma había dejado de ser el día del presidente para convertirse en el día del ridículo legislativo. Es verdad que se le hacía pasar un muy mal rato al presidente en turno, pero el desgaste del congreso ante la opinión pública era ya insostenible. Ahora los congresistas del PRI y del PRD se olvidaron de aquellos años y como una suerte de repetición de la historia quieren que el presidente regrese a dar su informe al congreso, incluso con un formato mucho más rígido que el muy rígido del pasado.

Dicen, y suena muy bien, que el presidente debe ir a dialogar con los legisladores a San Lázaro: se lo propuso al propio Calderón la semana Carlos Navarrete y lo reiteró este domingo Manlio Fabio Beltrones. No dudo que el presidente Calderón, o cualquier otro político, podría establecer un diálogo civilizado e inteligente con Navarrete o Beltrones: el problema es que ellos saben que no controlan a la mayoría de sus legisladores y que sobre todo en la cámara baja, pero no sólo en ella, existen demasiados hooligans a los que el diálogo, simplemente no les interesa.

Revisemos, simplemente, lo ocurrido en casi todas las comparecencias de miembros del gabinete en los últimos años: carteles, insultos, monedas arrojadas sobre los funcionarios invitados a la casa legislativa, animales muertos en el salón de trabajo, majaderías de todo tipo. No se trata, por supuesto de que los legisladores estén de acuerdo con sus interlocutores, al contrario: se trata de que si no existe interés en establecer un diálogo, aunque sea para dejar en claro las diferencias y subrayarlas, esos encuentros no tienen sentido. Alguno, como Fernández Noroña, podrá creer que eso le permite ganar puntos con su electorado, pero en realidad lo que ocurre es que se pierde el respeto por el interlocutor y el de la ciudadanía respecto al propio congreso. El presidente, o el funcionario en turno, es ridiculizado, pero el congreso se pone a sí mismo en ridículo.

Ese es el verdadero problema que no han logrado superar nuestros legisladores. Se podrá argumentar que quienes caen en esos excesos son una minoría. Es verdad, pero la mayoría no logra imponer su espíritu ni sus reglas, e incluso no recordamos un solo caso en el cual alguno de esos diputados o senadores desmadrosos haya sido reconvenido y sancionado por su propio grupo parlamentario.

Hace unos meses, leía cómo Barack Obama había llegado, sorpresivamente, a la plenaria de los congresistas del partido republicano, sus opositores, para explicarles su agenda legislativa. Dialogaron con firmeza, expusieron sus diferentes puntos de vista y estuvieron de acuerdo en muy pocas cosas. Y no pasó nada. ¿Se imagina usted que ocurriría si el presidente Calderón se presenta sorpresivamente, por ejemplo, en la plenaria del PRD u hoy mismo en la del PRI en Ixtapan de la Sal?. En última instancia ¿de qué sirve discutir si no se puede dialogar?

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