La reforma del trabajo
Columna JFM

La reforma del trabajo

Dicen que las comparaciones siempre son odiosas pero a veces son necesarias para comprender dónde estamos y hacia dónde pueden evolucionar las cosas. Hace unos pocos años España era, junto con Irlanda, la gran promesa de la economía europea. Lejos de los desastres institucionales tipo Grecia o de las presidencias bajo sospecha como la de la Italia de Berlusconi, la economía española crecía y daba oportunidades, se expandía en el exterior y dentro del país. Pero seguía manteniendo un esquema de protección social y laboral rígido, que si bien se había modernizado al ritmo de las demás naciones de la Unión Europea, no reaccionó, como casi ninguna nación del Viejo Continente, ante la crisis del 2008: lo que hicieron fue lo contrario, tratar de mantener las cosas y endeudarse.

Dicen que las comparaciones siempre son odiosas pero a veces son necesarias para comprender dónde estamos y hacia dónde pueden evolucionar las cosas. Hace unos pocos años España era, junto con Irlanda, la gran promesa de la economía europea. Lejos de los desastres institucionales tipo Grecia o de las presidencias bajo sospecha como la de la Italia de Berlusconi, la economía española crecía y daba oportunidades, se expandía en el exterior y dentro del país. Pero seguía manteniendo un esquema de protección social y laboral rígido, que si bien se había modernizado al ritmo de las demás naciones de la Unión Europea, no reaccionó, como casi ninguna nación del Viejo Continente, ante la crisis del 2008: lo que hicieron fue lo contrario, tratar de mantener las cosas y endeudarse. Hoy España está por segunda vez en tres años en recesión, el desempleo abierto es superior al 25 por ciento y entre los jóvenes menores de 26 años llega al escalofriante número de 52 por ciento; la lucha contra el déficit ha obligado a recortes enormes en todos los ámbitos y al aumento de los impuestos.      Independientemente de la parafernalia electoral y de las declaraciones partidarias, el hecho es que la economía mexicana, ante la crisis internacional, fue manejada muy bien. Es verdad que hubo una caída del PIB en el 2009, con el consiguiente aumento de la pobreza en ese año, pero no hubo que hacer recortes presupuestales drásticos, los programas sociales se mantuvieron y en algunos casos se ampliaron; aunque el programa de infraestructura no se cumplió completamente, la inversión sirvió para mantener la economía funcionando y todo eso se hizo sin endeudamiento, con tasas de interés muy manejables y sin devaluar la moneda, manteniendo un esquema de flotación libre que ha sido enormemente eficaz. Las reservas internacionales son, con mucho, las más altas de la historia. Esos son los datos duros, en un contexto económico internacional que no se caracteriza ni por la responsabilidad financiera de las naciones ni por la abundancia de recursos. Todos los matices y grises que se quieran agregar se pueden entender en el contexto de la campaña electoral, pero no deberíamos jugar con los fundamentos económicos de un país.

No creo que nadie lo haga. Nunca antes, en el México de las últimas décadas, los mercados han estado tan tranquilos ante una sucesión presidencial como en esta ocasión. No ha habido presiones cambiarias ni inflacionarias, no hay amenaza de salida de capitales y, por el contrario, continúan llegando las inversiones, pese al clima de violencia que se vive en algunas regiones del país y a la ausencia de reformas estructurales vitales para acrecentar esa estabilidad, aumentar las inversiones públicas y privadas, nacionales y extranjeras y para transformar la estabilidad en crecimiento y mejora de la calidad de vida de la población.

Y dos de esas reformas son indispensables: una es la reforma laboral. Resulta incomprensible que el PRI no haya avanzado en ella cuando presentó su propia iniciativa y tenía el apoyo incluso del PAN para la misma. La falta de flexibilización del mercado laboral es uno de los responsables, por ejemplo, del altísimo grado de desempleo existente hoy en varios países de Europa, entre ellos España. Nuestras leyes laborales tienen décadas, fueron creadas para un mercado de trabajo muy diferente al actual. No da oportunidades reales para incorporar a ese mercado ni a los jóvenes ni a las personas de mayor edad, no le permite a las empresas crear fuentes de trabajo sin cargas excesivas, cada día son más insostenibles sobre todo para las pequeñas y medianas empresas. Fortalece, además, el poder corporativo de unos sindicatos que cada vez tienen menos afiliados y los defienden peor, pero cuyos dirigentes son cada día más ricos, sin distinciones. Con la reforma laboral los fundamentos de la economía serían mucho más sólidos aún.

La otra reforma imprescindible es la energética, que redundaría en la creación de riqueza y empleos. Nadie ha pedido la privatización de Pemex, eso es una mezcla de tontería y mentira. Lo que se plantea es que Petróleos Mexicanos se convierta en una empresa pública eficiente y abierta a la asociación e inversión con el capital público y privado, de México y del exterior. Que se parezca cada vez más a Petrobras o al empresa pública de energía de Noruega. Y que esa política se amplíe a todo el sector energético. Tres de los cuatro candidatos presidenciales coinciden en esa exigencia, sólo López Obrador la rechaza, aunque la propuesta energética de Cuauhtémoc Cárdenas abre espacios para esos acuerdos. Habría que comenzar a trabajar desde ya con ella. Hoy el sindicato con mayores peso y recursos que respalda la candidatura de Peña Nieto es el petrolero: es una buen oportunidad para que el candidato priista, favorito para el primero de julio, muestre con ellos esa voluntad de cambio y transformación.

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