03-07-2015 Para José Manuel, que termina la
primaria para iniciar su propia vida
Recuerdo perfectamente el momento porque, para mi, fue muy importante. Conocí a Jacobo Zabludovsky en septiembre de 1989, en Washington. Era la primera vez que iba a una gira presidencial en el extranjero. El presidente era Carlos Salinas que hacía su primera visita oficial a Estados Unidos, estuvo en Washington y en Nueva York. Allí, a poco de despegar, conocí a Joaquín López Dóriga, que regresaba, después de una enfermedad y cambios importantes en su vida, a una gira presidencial. Joaquín, siempre generoso y con toda la experiencia del mundo, pasó muy rápido de ser colega a convertirse en amigo y me enseñó lo que yo entonces no sabía: cómo funcionaba una gira presidencial, cuáles eran los botones que había que tocar para tener información, quiénes eran las personas que daban o quitaban acceso a ella, más allá de los altos funcionarios.
Pero en aquella ocasión, también me presentó, yo se lo pedí, a Jacobo, con el que Joaquín había trabajado muchos años. El entonces conductor de 24 Horas estaba en el punto más alto de su carrera: tenía peso, influencia, poder en el más amplio sentido de la palabra. Pero en aquella ocasión pedí que me lo presentaran por otra razón: me asombraba que mientras otras figuras de la prensa de aquella época esperaban que les llegaran las notas, la información, demandaban privilegios y gozaban de ellos, Jacobo (invitado siempre en todas las principales mesas de la política y por ende de la gira) estaba con su libreta y su pluma, con una pequeña grabadora, preguntando, entrevistando, tomando notas, pasando largas horas en una sala de prensa que podría haber montado tranquilamente en su habitación, esperando que, como era entonces norma, le llegaran todas las “exclusivas” importantes para su noticiero nocturno. Pero ahí estaba trabajando, haciendo lo que nunca dejó de ser, un reportero, y más allá de eso un cronista, un gran cronista y observador de la vida política y social del país.
Nunca fuimos, en el verdadero sentido del término, amigos, nunca trabajé con él, ni en sus mismos medios, pero cada vez que nos encontrábamos o coincidíamos (por alguna extraña razón nos tocaba encontrarnos con enorme frecuencia, además de en eventos profesionales, en restaurantes, museos, calles, en México o en el extranjero) era el mismo colega afectuoso, interesado, informado, que había conocido en septiembre de 1989. Daba siempre gusto encontrar a Jacobo y platicar con él aunque sea unos minutos, invitarle o ser invitado a tomar una copa de vino en su mesa.
Ya sé, yo también lo pensaba hasta 1985: Jacobo era algo más importante y más trascendente que un cronista. Era la voz oficial, la del soldado (Azcárraga Milmo dixit) ante el presidente en turno, la voz y la imagen de aquella Televisa. Buena parte de eso era, sin duda, verdad. Pero incluso en ese contexto Jacobo mostraba un enorme profesionalismo respecto a cómo hacer las cosas, cómo presentarlas, en cómo observaba y conocía el trabajo periodístico de todos los demás, incluyendo sus principales críticos, que lo hacían diferente.
Esa diferencia de Jacobo, para mi y para muchos otros, se confirmó mucho antes de que lo conociera en aquella gira en Washington: fue en su cobertura (porque fue suya, ni siquiera de su empresa devastada por la tragedia) en los sismos de 1985. Con un teléfono, con una cámara y una moto, con lo que tuviera a mano, comenzó a contar la tragedia de una ciudad destruida que conocía como pocos, con todo el profesionalismo que permite un corazón desgarrado por la pérdida de amigos, compañeros de trabajo, de espacios que eran parte de su vida y de la de todos.
La historia posterior la conocemos, aunque hay capítulos, historias, personajes que intervienen en ellas, que algún día tendrán que develarse. Concluido el sexenio de Carlos Salinas, comenzó un transición que culminó, hace exactamente 15 años, con el triunfo de Vicente Fox. Esa transición, que en los medios había comenzado en realidad desde fines de los 80 y se aceleró en 1994, tenía que trascender a Jacobo, tenía que cerrar su etapa. Hubiera podido optar por retirarse para viajar o disfrutar su enorme colección, la más importante de América, de discos de tangos, o podía dedicarse a realizar algunos trabajos especiales.
Decidió reinventarse: renunció a todo lo anterior y se concentró en la radio y la prensa escrita, informó pero ahora, por sobre todas las cosas, opinó y opinó sobre todo y todos. En ocasiones acertaba y en otras no. Pero trabajó casi hasta su último día con independencia, con talento, con información, y siguió siendo, sin la parafernalia y el peso que tuvo en su momento 24 Horas, lo que siempre fue: un periodista, un gran cronista y un buen hombre. Con su muerte se cierra toda una etapa, termina de irse toda una generación de periodistas, y del periodismo, en nuestro país. Descanse en paz.