22-10-2015 Nuestro mayor problema como país pasa por la justicia o mejor dicho, por la falta de ella; por la desconfianza en la justicia y sus instituciones, por ese sentimiento de impunidad que le da a cualquier grupo el “derecho” de hacer justicia por propia mano porque si no nadie la hará por él. Es el “pueblo bueno” luchando contra sus opresores. Y así se cometen los mayores crímenes.
Lo ocurrido en el poblado de Ajalpan en Puebla puede ser un capítulo de horror más de los que se viven diariamente en distintas partes del país, pero éste es más desafortunado aún. El lunes en la noche dos jóvenes encuestadores de la reconocida empresa de opinión pública que dirige Ricardo de la Peña estaban levantando un sondeo sobre hábitos de consumo de tortillas en esa comunidad. Como no los conocían, los policías locales los detuvieron a pesar de que se identificaron. No los presentaron ante el Ministerio Público, los llevaron al cuartel (es un decir, se trata de una simple oficina) de la policía municipal. Se dejó correr la versión de que se había detenido a dos secuestradores. Unos decían que habían plagiado a una jovencita, otros que a unos niños. Comenzó a reunirse una turba que quería linchar a “los secuestradores”. Cuando vieron que era ya mucha gente los policías no hicieron demasiado por defender a los detenidos, que fueron arrancados del cuartel y asesinados de forma brutal, a golpes y luego incinerados. No eran secuestradores, eran encuestadores haciendo su trabajo.
Los hechos recuerdan lo sucedido en Tláhuac, hará once años el próximo 24 de noviembre, cuando una turba, azuzada por personajes ligados a un grupo armado, terminó asesinando a dos policías federales y dejando gravemente herido a un tercero, sin que las autoridades del gobierno de la Ciudad de México hicieran nada por evitarlo. Incluso la delegada en Tláhuac, Fátima Mena, estuvo en el lugar y en vez de proteger a los agentes, que ya estaban amarrados y golpeados y a los que la turba amenazaba con incinerarlos, simplemente se fue y los dejó en manos de los victimarios. Todo fue trasmitido en vivo por televisión.
Aquello no tuvo ni siquiera costos políticos: a Fátima Mena no se la castigó y se quedó en el cargo; el presidente Fox ordenó destituir al secretario de Seguridad Pública capitalino, Marcelo Ebrard, pero el entonces jefe de gobierno, Andrés Manuel López Obrador, lo defendió y lo ascendió a secretario de Desarrollo Social, luego se convirtió en jefe de gobierno. Para Andrés Manuel estos eran hechos aislados de violencia que devenían de los “usos y costumbres” de los pueblos indígenas. Hubo detenidos, algunos habían participado en los hechos, otros no, pero todos fueron recuperando poco a poco la libertad. El hecho quedó impune.
Muchos otros actos similares ocurren en distintos lugares del país con pasmosa regularidad. Y nadie parece asombrarse demasiado. En algunos casos las víctimas son delincuentes, otros, como los jóvenes de Ajalpan, son absolutamente inocentes. Pero ese tipo de acciones, como muchas otras en donde intervienen turbas o grupos organizados, no se investigan ni mucho menos se castigan. Podemos estar hablando de actos tan terribles como los de Ajalpan o Tláhuac, o del secuestro de autobuses, el robo de tráilers, el saqueo de comercios e incluso la muerte de inocentes como aquel trabajador de una gasolinería de Chilpancingo, muerto cuando estudiantes de Ayotzinapa prendieron fuego al expendio.
En ocasiones la responsabilidad es de la ignorancia, en otros de la manipulación. Se hace justicia por propia mano, por razones ideológicas y políticas, por venganzas, por indignación y, a veces, por simple hartazgo, pero casi siempre porque existe el interés consciente de muchos grupos de alimentar ese México Bárbaro para darle así espacios a la propia impunidad.
Los acuerdos de Washington
No entiendo los acuerdos alcanzados por funcionarios gubernamentales con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en Washington. Es como reconocer una derrota de las instituciones nacionales. No me parece mal que, como se había anunciado, se haga un nuevo peritaje sobre la incineración de cuerpos en Cocula, aunque el que tenían las autoridades era muy sólido. Tampoco incorporar las conclusiones del llamado grupo de expertos de la CIDH a la investigación de la PGR, pese a que su informe tiene muchos errores y deficiencias. Pero hablar de una nueva investigación, con fiscales especiales que vaya uno a saber cómo y quién lo designará, y con una comisión fiscalizadora donde habrá de todo, es un salto al vacío. Como lo es pasar, en forma insólita, la investigación de la SEIDO a la subprocuraduría de derechos humanos de la PGR. Para algunos puede ser un mensaje que muestra buena voluntad y predisposición para avanzar en las investigaciones. Para otros es abandonar a la causa de lo políticamente correcto, una investigación que tenía ya enormes avances, con la que incluso el informe de la CIDH tuvo que coincidir. No se entiende.