20-11-2015 Esta semana, mientras jugaban un partido amistoso de futbol, Francia e Inglaterra en Wembley, los miles de asistentes se unieron entonando La Marsellesa en honor a los caídos en los atentados de París del 13 de noviembre. Casi al mismo tiempo, en Estambul, jugaba Turquía contra Grecia, y el minuto de silencio que se hizo en recuerdo de las víctimas fue interrumpido con abucheos y gritos de Alá es grande (los mismos que profirieron los terroristas en París). Se podrá argumentar que eso no quiere decir nada, más allá de la reacción de un público más culto o más respetuoso que otro. Puede ser, pero lo sucedido muestra con claridad el choque de civilizaciones, quizás en un sentido diferente al que pregonaba Samuel Huntington en su libro, pero choque al fin.
No cabe duda de que militarmente se puede y se debe derrotar al Estado Islámico (EI), pero la pregunta es si se puede derrotar la ideología que está detrás de movimientos como el del califato. Desde dentro o desde fuera del Islam no se han podido construir corrientes moderadas que influyan, modernicen, la propia religión musulmana.
En todas las religiones, muchas de ellas milenarias, como la católica o la judía, nos encontramos con ideas y conceptos que son, simplemente, desfasados o francamente salvajes: si nos basamos en el Antiguo Testamento tendríamos que enarbolar la venganza, la sumisión de la mujer, aceptar la esclavitud. Todas las religiones, en algún momento, se han convertido en muros contra los avances de la sociedad, incluso los científicos, pero con mayor o menor rapidez, todas han tratado de evolucionar y colocarse a la altura de los tiempos o, por lo menos, de sus sociedades.
Eso no ha ocurrido, por lo menos no en sus grandes ramas, en el islamismo. No se trata de sunitas o chiitas, cuyas diferencias son reales y profundas, pero no más que las de la Iglesia ortodoxa rusa o los evangélicos con los católicos romanos, se trata de querer regresar en el tiempo, en la historia y en la fe. No se trata de adaptarse al mundo, sino de querer imponerse al mundo. La batalla, como tal, deberíamos pensar que está perdida para esos grupos: no se puede regresar en el tiempo. Pero no nos equivoquemos: en términos políticos y sociales no hay nada definido.
Esa visión radical, medieval, vacía de fe y llena de rencor del islam está muy presente en todo el mundo musulmán. Claro que hay versiones mucho más moderadas y modernas, pero no logran, en casi ningún lugar del mundo, transformarse en un movimiento sólido, que le dispute el contenido ideológico a los radicales y extremistas, son expresiones que no logran integrar a la mujer, a los jóvenes, a las familias, a un mundo donde la fe pueda coexistir con la tolerancia.
El ejemplo con el que iniciábamos este texto es aleccionador. No me puedo imaginar dentro del mundo musulmán, una ciudad no sólo más escandalosamente bella, sino también más cosmopolita que Estambul. A pesar de que los grupos musulmanes han avanzado, no sólo haciéndose del gobierno turco, sino también de muchos espacios culturales, Estambul sigue siendo una ciudad abierta, aparentemente tolerante para quienes la hemos recorrido con avidez, y con una cultura apabullante. Pero esa Estambul, que es un cruce entre Oriente y Occidente, no ha realizado una sola manifestación en contra de los grupos terroristas como el EI (contra los que el Estado turco está en guerra) que liquidaron en Ankara hace apenas unas semanas a más de un centenar de turcos, y mucho menos hacer suyo un minuto de silencio en honor a las víctimas de los atentados parisinos. Es más, antes se había boicoteado el minuto de silencio por las víctimas del atentado en Ankara. Podemos creer que, quizás, para los turcos el sentimiento hacia París no es el mismo que podemos tener en otros países de Occidente, pero ¿tampoco lo es para sus propias víctimas de Ankara?
Lo cierto es que más allá de que el Estado Islámico, como expresión política, suele ser despreciado en buena parte del mundo musulmán, el ADN ideológico de ese grupo sí forma parte de una cultura que tiene más de miles de millones de creyentes. Y eso es lo que explica, más allá de oportunismos políticos, que el EI termine teniendo respaldo económico y apoyo logístico de países como Arabia Saudita, los Emiratos Árabes o Qatar, quizás no como Estados pero sin duda sí desde sus grupos de poder. Podrá ser una ocurrencia sazonada por la violencia reconstruir el califato que abarque desde Medio Oriente hasta Al-Ándalus, la mitad de lo que ahora es España, pero ese sentimiento subsiste como en América Latina, el de reconstruir idealmente una región que, en verdad, nunca existió como tal.
La diferencia es que esa ilusión se alimenta de una violencia, un terror, un radicalismo que deben ser derrotados, sin duda, por las armas. Pero también por la cultura, creando una escuela, un movimiento que permita al islam adaptarse a los tiempos actuales en lugar de querer hacer regresar al mundo a un oscuro pasado.