15-02-2016 De los muchos hechos y dichos notables que nos dejó este fin de semana la visita de Francisco, me quedo con sus declaraciones sobre el narcotráfico y la corrupción. “Les ruego no minusvalorar el desafío ético y anticívico que el narcotráfico representa para la entera sociedad mexicana, comprendida la Iglesia”, pidió Francisco en la Catedral a 160 obispos mexicanos. “Por la proporción del fenómeno, la complejidad de sus causas, la inmensidad de su extensión, como metástasis que devora, la gravedad de la violencia que disgrega y sus trastornadas conexiones, no nos consienten a nosotros, pastores de la Iglesia, refugiarnos en condenas genéricas”, e insistió en que el clero debe atender los problemas puntuales de la gente.
Lo dice porque el clero, salvo excepciones, no ha jugado el papel que debería en la lucha contra el narcotráfico: se han aceptado limosnas millonarias, se ha recibido a narcotraficantes en la Nunciatura, se ha aceptado que criminales paguen la construcción de iglesias y seminarios, no ha habido la firmeza en casos concretos de denuncias contra estos criminales y ante la enorme paradoja que representa que hombres y mujeres que han matado a miles de personas se digan profundamente creyentes, no se ha llegado, más allá de alguna declaración, a una condena como la excomunión, con la que el propio Papa condenó a la mafia en Italia. Ha habido, por supuesto, excepciones, pero son las que amplifican aún más el silencio y la distancia de buena parte de la jerarquía católica ante esa amenaza.
El grado de “desafío ético y anticívico que el narcotráfico representa para la sociedad mexicana” como dijo Francisco, lo pudimos comprobar en el penal de Topo Chico, donde el jueves hubo 49 muertos por un motín provocado por un enfrentamiento entre dos grupos del narcotráfico, pero propiciado por las condiciones de autogobierno del reclusorio, que permitía no sólo el libre tránsito de los reos sino, incluso, que algunos de los detenidos pudieran entrar y salir del penal para delinquir. La directora y el subcomisario del penal han sido acusados de homicidio y otros delitos por permitir esa situación. Es lo menos que podría ocurrir, pero ¿no hay responsabilidad en las autoridades que sabían que así se manejaba Topo Chico y que no hicieron nada para impedirlo? ¿Por qué no renovaron los convenios con las autoridades federales al iniciar la administración de Jaime Rodríguez, convenios que se habían establecido después de otro motín igual de terrible, pero que propició una fuga de más de 40 reos en Apodaca?, ¿cómo puede ser que en un estado con los desafíos de seguridad (y de población carcelaria) como Nuevo León, simplemente, se haya abandonado el control penitenciario?
La seguridad no se controla ni se garantiza por Facebook como dijo El Bronco en entrevista antes de asumir el poder: a casi 200 días de asumir el poder, no sabemos cuál es la política de seguridad del gobierno regiomontano y Topo Chico lo ha puesto de manifiesto. Ni los pastores, como dijo Francisco ni mucho menos los funcionarios pueden “refugiarse en condenas genéricas” del crimen organizado.
En Veracruz, un criminal llamado Josele Márquez, apodado El Chichi, es el presunto responsable del asesinato de Anabel Flores. Esta joven había publicado con el seudónimo de Mariana Contreras un texto con la foto del sujeto, en el que decía “éste es el tal cachorro Omar Escalona, hijo del director de la policía de Ciudad Mendoza, éste es el sucesor de El Chichi, es el nuevo jefe de Los Zetas en la región no tengan miedo de denunciarlo a las autoridades”. El Chichi ordenó asesinar a Anabel.
La historia da para mucho más, pero lo terrible es la manipulación política que se ha hecho del secuestro y muerte de esta joven: las cosas que han dicho para sacar raja política algunos de los principales antagonistas en Veracruz es inaceptable. A ellos cabe recordarles también, como les dijo Francisco a los obispos, que “si tienen que pelearse, peléense; si se tienen que decir cosas, díganselas, pero como hombres, en la cara, y, si luego se pasan de la raya, piden perdón, pero mantengan la unidad”.
Me quedo, además, con el profundo simbolismo de la visita de Francisco a Palacio Nacional. Siendo un convencido absoluto de la necesidad de la separación entre Iglesia y Estado, de la laicidad de la sociedad mexicana, siendo agnóstico de toda la vida, no veo qué se pudo haber vulnerado al recibir a Francisco en Palacio Nacional, en este caso como jefe del Estado Vaticano, pero, incluso, como una notable personalidad del mundo contemporáneo, como no vería por qué no podrían tener un trato similar el gran rabino de Israel o el Dalai Lama. Juárez, que era un estadista y un hombre de su época, no se estaría retorciendo en su tumba, estaría satisfecho de que el Estado mexicano se sienta tan fuerte y tan seguro de sí mismo (algo que en su época era una simple expresión de deseos) que no tiene traumas ni complejos de abrir su casa a los grandes líderes políticos y religiosos del mundo.