13-10-2016 Durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, 14 gobernadores priistas fueron removidos de sus cargos: algunos (muy pocos) fueron llevados al gabinete, la mayoría tuvo cargos menores o se quedó en el ostracismo. Hubo también quienes ganaron sus elecciones, pero no llegaron a gobernar o lo hicieron por unos pocos días. Fueron las famosas concertacesiones que, en realidad, fueron las que abrieron años después paso a un verdadera alternancia.
El movimiento de gobernadores se dio para amortiguar conflictos políticos, para reducir resistencias a los cambios entonces propuestos, por ineficiencia de esos mandatarios o para tratar de mantener el poder en estados que evidentemente estaban mal gobernados. Fueron decisiones inteligentes y que fortalecieron el poder presidencial aunque también endurecieron las resistencias a los cambios que se hicieron evidentes con los hechos de 1994.
Pero lo cierto es que fue una política que funcionó: si los gobernadores que no eran operativos y generaban costos al gobierno y a su partido no eran removidos, ese costo lo pagaba el Presidente, y se consideraba, en la lógica de la disciplina partidaria, que el fusible de las crisis no podía ser el Presidente y tampoco la gobernabilidad.
Desde el gobierno de Ernesto Zedillo, cuando fracasó en su intento de remover a Roberto Madrazo como gobernador en Tabasco y mucho más durante los doce años en que el PAN estuvo en Los Pinos, ese método se abandonó, en algunos casos por convicción, en otros por la imposibilidad de aplicarlo.
Era lógico preveer que con la llegada de Enrique Peña a Los Pinos, más aún siendo él un priista tradicional y exgobernador, ese método se recuperaría. No fue así. El mejor ejemplo de los costos que ha tenido esa decisión la tuvimos en Veracruz.
Muchos meses antes de la elección, el entonces presidente nacional del PRI, Manlio Fabio Beltrones, propuso que Javier Duarte solicitara licencia, que se le diera alguna otra responsabilidad, de ser posible fuera del país para sacarlo de la ecuación política del estado, más allá de la verosimilitud o no de las acusaciones en su contra, porque su presencia contaminaba todo el proceso y lo enmarcaba en una disputa personal y directa entre el gobernador y el candidato de la oposición, Miguel Ángel Yunes, favoreciendo a éste.
Javier Duarte, a su vez, planteaba una vía diferente: pedía que le dieran el control de su proceso sucesorio, incluyendo la designación de un candidato suyo y él, decía, garantizaba la elección. Se terminó tomando la peor decisión posible: Duarte se quedó como gobernador, pero el candidato fue su mayor adversario interno en el PRI, Héctor Yunes. Ni Duarte le quería dar todo el respaldo a Héctor ni éste confiaba ni quería acercarse al gobernador. Cada uno jaló por su lado y se llegó a impulsar artificialmente a Morena para tratar de quitarle votos a la alianza en lugar de fortalecer los suyos. El resultado es que el PRI no sólo perdió, estuvo a punto de irse al tercer lugar.
Desde que no se tomó aquella decisión, que quizá hubiera sido la más sensata, la de retirar a Javier Duarte antes de que la situación estallara, y mucho más aún después de la elección de junio, el deterioro en el estado es tan profundo como inevitable. Ayer, Javier Duarte anunció que pedía licencia porque, más allá de la verosimilitud de las acusaciones en su contra, que tendrán que dilucidarse en los tribunales, lo cierto es que la situación se había tornado, como decíamos aquí el lunes, inmanejable.
En política no hay vacíos, porque cuando éstos se producen inmediatamente los llenan otros actores. Lo que está sucediendo en Veracruz es que el gobierno, debilitado, acosado por su propio partido y mucho más por la oposición, comenzó a dejar vacíos que tampoco puede llenar el gobernador electo Miguel Ángel Yunes. Ese vacío lo están llenando grupos de poder fáctico y, en muchos casos, relacionados con la delincuencia organizada. El estallido de violencia que ha ensombrecido a Veracruz las últimas semanas es lo que ha colmado el vaso de la paciencia social, lo que aunado a un acoso de las autoridades fiscales y políticas ante las reiteradas denuncias en contra de la administración estatal, han hecho inviable para Duarte terminar su administración. Los 48 días que faltaban para entregar el poder serían, decíamos también el lunes, demasiado largos.
Duarte ha quedado fuera de la ecuación del poder en Veracruz, aunque seguirá defendiéndose de las acusaciones desde el llano. Muy probablemente para él y para su partido haber optado por esta salida varios meses atrás, hubiera sido mucho más beneficioso que hacerlo ahora, obligados por las circunstancias. Pero la lección no debe echarse en saco roto: el instrumento del cambio y la remoción, por la vía que sea, de otras autoridades está en las manos del Presidente y por alguna extraña razón no se usa y por ende los costos se transfieren, siempre, hacia la cúspide del poder.