14-10-2016 El PRI, que encabeza Enrique Ochoa, no va a defender a Javier Duarte. Están convencidos de que muchas de las acusaciones que sufre el ahora gobernador con licencia son verídicas y no habrá protección institucional: el exmandatario tendrá que defenderse con sus propios recursos. En el PRI, y en el gobierno, quieren que el caso Duarte sea paradigmático, que sirva como ejemplo para muchos otros, asumiendo que la decisión de la separación se tendría que haber tomado meses atrás, con un carácter más preventivo que reactivo.
Hay cuatro aspectos que detonaron la caída de Duarte. El primero y principal es el de las acusaciones de corrupción y dentro de ellos la revelación de las empresas fantasma que ganaron millonarias licitaciones y que ya están siendo investigadas por el Sistema de Administración Tributaria. Pero existe también un desorden profundo en la cuenta pública y en el manejo presupuestal que no ha sido comprobado como tal que se tradujeran en malos manejos, pero sin duda sí en un endeudamiento galopante, con fuertes sospechas de que los recursos no fueron correctamente aplicados.
El segundo tema es la seguridad. Duarte comenzó haciendo esfuerzos reales en términos de seguridad para frenar una ola de violencia que heredó de Fidel Herrera y que parecía incontrolable. Tuvo éxitos parciales en sus primeros meses sobre todo en el puerto y en Boca del Río, con ayuda sobre todo de la Marina. También armó una fuerza policial estatal, copiada de la de Nuevo León, que prometía mucho. Pero fallaron muchas autoridades en ese proceso y a diferencia de lo ocurrido en Nuevo León, en Ciudad Juárez o en Tampico esos esfuerzos no fueron acompañados por la sociedad civil, en buena medida porque el gobierno estatal se fue distanciando de la gente y de los medios en forma constante.
La seguridad comenzó a perderse en muchas zonas del estado, en forma notable en Coatzacoalcos, en la Huasteca, en Tierra Blanca, pero también en el puerto y en Xalapa. Los casos de los jóvenes secuestrados en Tierra Blanca y días atrás en el puerto de Veracruz, sumados al creciente número de desaparecidos, fueron letales para la credibilidad de las instituciones de justicia.
Fue altísimo el costo también por el tema de los periodistas. Duarte no comenzó mal su administración en la relación con los medios: traía algunas relaciones conflictivas heredadas de la campaña y de la administración Herrera, pero muy rápidamente la situación se deterioró por una mala política de comunicación. Tenía razón Duarte cuando argumentaba que había una multitud de medios de casi ninguna circulación que eran financiados por el estado, como una suerte de negocio particular. También tenía razón al señalar que había “comunicadores” que no eran tales o que trabajaban para algún grupo criminal. En la descomposición y reconfiguración de esos grupos, como sucedió con los policías, muchos de esos comunicadores quedaron entre dos fuegos, en medio del enfrentamiento entre organizaciones criminales. Muchos lo pagaron con la vida. Pero en ese contexto también se dieron muertes de verdaderos comunicadores. Y en esa vorágine, cualquier caso criminal terminaba convirtiéndose en un ataque a la libertad de expresión.
Hay casos que son notables al respecto: nada tuvieron que ver con estas historias el asesinato de la corresponsal de Proceso, Regina Martínez, y mucho menos aún la muerte del fotógrafo Rubén Espinosa, en el llamado caso Narvarte. Ambos están además resueltos por las autoridades y no tuvieron que ver con su profesión. Pero sumados a otros y enmarcados en la disputa y la distancia que impuso el gobierno local con los comunicadores, todos ellos terminaron en la percepción colectiva atribuidos al gobierno de Duarte.
En el fondo de todo esto creo que, como ha ocurrido con otros gobernantes de su generación, la mayoría de ellos hoy en entredicho, Duarte y buena parte de su equipo tuvieron mucha soberbia en el manejo de los recursos públicos, de la seguridad, de la comunicación. No se fijaron límites. Pusieron demasiada distancia con la gente y confiaron demasiado en la cercanía que en su momento tenía Duarte con Peña Nieto. Y no terminaron de comprender que comenzaban a transitar por una realidad alterna que los transcendía.
El Nobel de Dylan
En el primer tomo de sus memorias Bob Dylan escribió, recordando los días de la guerra de Vietnam, que “al final sólo queda una cultura del sentimiento, de días negros, del cisma, del ojo por ojo, del destino común de la humanidad descarriada. Todo se reduce a una larga canción fúnebre, con ciertas imperfecciones en los temas, una ideología de elevadas abstracciones, de hombres exaltados no necesariamente buenos… todo está envuelto en un manto de irrealidad, grandeza y mojigatería… por aquel entonces el país fue crucificado, murió y resucitó”. Ayer, Dylan recibió el Nobel de Literatura, un reconocimiento justo para una presencia que, lejos de creerse una conciencia crítica, simplemente se convirtió en el gran cronista de toda una época, la nuestra.