14-03-2017 Para Bibi, que era una fuerza de la naturaleza,
enamorada del amor. Para todos los suyos,
porque a todos nos enseñó algo. Para Bibiana.
Comencemos con una historia personal. Mi padre fue durante años un convencido comunista, creía firmemente en la igualdad de todos los hombres y mujeres, en la transformación de la educación, en acabar con los mitos, no era un comunista de la intelectualidad (aunque en su estilo era un hombre culto y sólidamente formado) sino de los trabajadores, de los de la cultura del esfuerzo. Vivíamos en un barrio popular de Buenos Aires.
Uno de sus mejores amigos era un duro militante peronista, enfrentados a muerte, en aquellos años y sobre todo en el mundo sindical, con los comunistas. Antes que yo naciera, antes de que se casara con mi madre, su mejor amigo recibió la encomienda de matar a mi padre. Entre los dos se pusieron de acuerdo para fraguar un atentado que fracasara en aquel mundo marcado por la polarización y violencia política, para no romper su amistad (la casa de uno estaba frente a la del otro) y para seguir conviviendo cotidianamente: la amistad era más importante que la política o el poder.
Me contaba mi padre, un ateo convencido, que, además, los dos amigos disfrutaban mucho de ir a platicar con un vino en la mesa a la parroquia del barrio con el sacerdote a cargo. Decía que eran interminables discusiones sobre política, religión, sobre la vida. Ninguno convencía al otro, pero me imagino que todos se enriquecían de los otros. Era hace más de medio siglo, era un mundo diferente. Yo dejé Buenos Aires cuando era poco más que un adolescente y nunca he regresado a vivir allí. Pero aquella historia que me contaba mi padre siempre me fascinó.
No soy católico, tampoco creyente en alguna otra fe. Yo creo en lo que me inculcó mi padre: en dialogar, en convivir, en la amistad y sus valores, en la tolerancia y la aceptación del otro. En la ciencia y la educación. Todas las religiones me parecen fascinantes, ellas moldearon la humanidad, a lo mejor y a veces a lo peor de lo que somos y vivimos. Como casi en todos nosotros, el catolicismo, practiquemos o no esa fe, está en nuestra vida, en nuestra cultura, en nuestro día con día. Pero ser en esta época creyente es difícil. La propia Iglesia a lo largo de muchos años parece haber cometido todos los pecados necesarios para alejar a muchos de ella.
Hace exactamente cuatro años se convirtió en Papa, un jesuita argentino que se llamaba Jorge Mario Bergoglio, que adoptó el nombre de Francisco y que provenía de la época y las historias en las que se forjó mi padre, mi familia. Por lazos familiares, políticos, por sufrimientos compartidos, sabía de mucho tiempo atrás quién era Bergoglio, conocía su historia, sus luchas, sus contradicciones y desgarramientos ante una realidad que en los años de la dictadura argentina había destrozado su país, su entorno, su gente. Hay una serie en Netflix, Llámenme Francisco, que ilustra magníficamente bien esa etapa de su vida. Sabiendo todo eso, no podía más que preguntarme qué podría hacer Bergoglio, mejor dicho Francisco, en un ambiente tan contaminado como el Vaticano, donde la fe se ha mezclado durante años con los negocios, la humanidad con la política, el credo con la complicidad.
Para sorpresa de muchos Francisco fue y es un soplo, para algunos una tormenta, de aire fresco. Un hombre sencillo, directo, franco, que puede hablar y actuar para poner orden en los dineros del Vaticano, fuente de algunas buenas obras y de mucha corrupción; que ha abordado el tema de los divorciados, los homosexuales, de la mujer en la Iglesia. Todo lo que se había abandonado por años. Un Francisco que se ha comprometido con los derechos humanos y que ha comenzado a ser inflexible con el mayor estigma que ha tenido la iglesia en las últimas décadas: los casos de abusos sexuales cometidos por sacerdotes, con la historia paradigmática, terrible, de Marcial Maciel. No hubo, por lo menos de parte de Francisco, más encubrimientos y sí castigos, aunque aún falte mucho por hacer al respecto, aunque todavía buena parte de la iglesia no lo comprenda ni lo asuma, aunque exista toda una corriente en la Curia, encabezada por personajes como el cardenal estadounidense Raymond Burke, simpatizante por cierto de Donald Trump, que aseguran que “una agenda gay” se está apoderando del Vaticano.
Hay momentos en que la agenda reformadora de Francisco parece haber llegado a un límite, que las resistencias ya no le permiten seguir avanzando, y es cuando el propio Francisco nos sorprende con algo nuevo, que puede ir desde la ecología hasta la diplomacia. Y la verdad es que suele hacerlo casi siempre con acierto y sentido común. No sé cuántos se han convertido al catolicismo por Francisco, cuántos han regresado a esa fe o simplemente la han recuperado, pero para muchos otros nos ha hecho recordar que la inteligencia, el talento, el valor no se contraponen con la bondad y que no hay fe más poderosa que la que cree y actúa por el bien no sólo de sus creyentes sino de todos.