¿De la presidencia al congreso imperial?
Columna JFM

¿De la presidencia al congreso imperial?

Desde que en 1997 el PRI perdió la mayoría absoluta en la cámara de diputados, el sistema político ha sufrido toda una serie de modificaciones que en buena medida se concentraron en la idea de ir desmontando los poderes supraconstitucionales del ejecutivo (y que continuó restándole atribuciones legales cada vez mayores al propio ejercicio presidencial) para otorgárselos al legislativo y en mucho menor medida al judicial. Conceptualmente, se trataba de acabar con lo que Enrique Krauze llamó la presidencia imperial: el problema es que el congreso asumió atribuciones cada vez mayores, como lo hicieron los gobiernos estatales, y, también como éstos, no asumió responsabilidades similares y mucho menos rendición de cuentas correspondiente.

Desde que en 1997 el PRI perdió la mayoría absoluta en la cámara de diputados, el sistema político ha sufrido toda una serie de modificaciones que en buena medida se concentraron en la idea de ir desmontando los poderes supraconstitucionales del ejecutivo (y que continuó restándole atribuciones legales cada vez mayores al propio ejercicio presidencial) para otorgárselos al legislativo y en mucho menor medida al judicial. Conceptualmente, se trataba de acabar con lo que Enrique Krauze llamó la presidencia imperial: el problema es que el congreso asumió atribuciones cada vez mayores, como lo hicieron los gobiernos estatales, y, también como éstos, no asumió responsabilidades similares y mucho menos rendición de cuentas correspondiente.

Lamentablemente, y no hay ninguna razón para que estemos como sociedad satisfechos con ello, para la gente no hay institución pública con menos prestigio que los diputados y senadores, están en muchas de las encuestas de aceptación por debajo de las policías, lo que en el actual contexto ya es mucho decir. Los legisladores argumentan, en ocasiones con razón, que la visión es injusta, como también con razón lo hacen muchos policías, pero el hecho es que esa percepción no es gratuita, es lo que vive la gente y es la consecuencia del accionar de los propios legisladores que no parecen comprender que están en esa posición por el voto de la ciudadanía, y concentran buena parte de su actividad en cumplir con las agendas de sus partidos o, mejor dicho, de los grupos partidarios que les dieron ese escaño o curul. La agenda legislativa y sus tiempos, no están marcados por las agendas de la sociedad y su trabajo parlamentario tampoco suele estarlo.

En el 2007 uno de los ejes de la actividad del congreso fue un tema prioritario…para los partidos políticos: la reforma electoral. Se cometieron verdaderos abusos de parte de los partidos y se ejecutaron venganzas particulares, comenzando por el desmembramiento del IFE, lo que acababa con la inamovilidad de los funcionarios de los organismos autónomos, salvo por juicio político. Muchos pensamos que esa reforma electoral, que incluye capítulos positivos, en otros lisa y llanamente vulnera los propios derechos esenciales establecidos por la Constitución y en los hechos, la reforma se concentró en otorgar más poder y recursos a las dirigencias de los partidos a costa de la ciudadanía y de la sociedad. Ninguna de las reformas votadas acerca a la política y a los partidos con la sociedad: en todos los casos se restan espacios a la gente en beneficio de los partidos y se refuerza la posición de sus dirigencias, haciendo depender los cargos de elección popular exclusivamente de la relación con las mismas. La rendición de cuentas, en sus formas esenciales, desaparece.

Se han presentado diversos amparos contra esas reformas constitucionales. Algunos de centros empresariales, de algunos de partidos pequeños, otro (en el que éste autor participa) por un grupo de periodistas, intelectuales, artistas que sostiene básicamente que una reforma constitucional (como la electoral) no puede vulnerar los derechos básicos establecidos por la propia Constitución. El tema está en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que en una decisión histórica aceptó que sí podían ser admitidos a discusión esos amparos, rompiendo con la tesis de que no se podían reclamar actos del constituyente contra la propia constitución.

Los senadores de mayor peso en los tres grandes partidos han puesto el grito en el cielo: “no puede un poder constituido revisar un poder constituyente”, declararon, llegando al verdadero exceso de decir que se trataba de “un golpe de estado técnico”. Se indignan porque un grupo de ciudadanos ha decidido recurrir a las vías legales para determinar la legalidad de sus acciones y la Corte acepta analizarlo (o cuando el IFE que ellos crearon le aplica una multa a sus partidos por violar la ley), pero esa misma indignación no les aparece por ningún lado cuando sus propios colegas toman tribunas, calles, rompen comparecencias. Pareciera que algunos de nuestros legisladores prefieren que las diferencias se litiguen en las calles y por la fuerza, en lugar de en los tribunales y apelando a las leyes.

No es verdad lo que dicen los senadores y cualquier razonamiento lógico, sin necesidad de ser un experto en leyes, demuestra que la tesis de la Corte es la correcta, fuera del hecho de que la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, a la cual debe responder el gobierno mexicano, acaba de aprobar una resolución en el mismo sentido. La pregunta es ¿qué sucede si el Constituyente vota en contra de los principios básicos de la Constitución?¿qué pasaría, por ejemplo, si decidiera que no todos somos iguales ante la ley, que no todos tenemos el derecho al libre tránsito o a la libre expresión de las ideas o a no ser condenados sin un juicio previo?¿si decide convertirnos en una monarquía, aprobar una presidencia vitalicia o convertirnos en un protectorado de Islandia? Son exageraciones, por supuesto, pero sobre todo en estos días en los que vemos tantos cambios constitucionales para darle un disfraz democrático a verdaderas dictaduras, no deberíamos pensar que están tan alejados de la realidad. La Corte es nuestro tribunal constitucional y allí se debe acreditar la legitimidad de esas reformas.

Los legisladores no han querido renunciar o reducir su fuero; no han querido abrir la política y el poder a la sociedad; no tienen mecanismos de control externo sobre la utilización de los recursos (cada legislador cuesta un millón de pesos diario) y se fijan su propio presupuesto. Es parte, dicen, de la autonomía de un poder legislativo. Pero ahora no quieren ni siquiera que la Corte pueda establecer la legitimidad o no de algunas de sus acciones más trascendentes. ¿Tendremos que comenzar a hablar de el congreso imperial?

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