Los dos golpes de Honduras: Zelaya y el ejército
Columna JFM

Los dos golpes de Honduras: Zelaya y el ejército

El golpe de Estado en Honduras, que derrocó al presidente Manuel Zelaya , fue atípico porque se realizó con el respaldo del Congreso y de la Suprema Corte de Justicia e incluso del partido de donde surgió Zelaya, el Liberal. ¿Cómo se puede explicar la conjunción de esas fuerzas en el derrocamiento de un mandatario? Sólo colocando lo que sucede en Honduras en un contexto mucho más amplio, local y regional, lo cual permite confirmar las fallas indudables que existen en los procesos democráticos de América Latina.

El golpe de Estado en Honduras que derrocó al presidente Manuel Zelaya fue atípico porque se realizó con el respaldo del Congreso y de la Suprema Corte de Justicia, e incluso del propio partido de donde surgió Zelaya, el Liberal. ¿Cómo se puede explicar la conjunción de esas fuerzas en el derrocamiento de un mandatario?. Sólo colocando lo que sucede en Honduras en un contexto mucho más amplio, local y regional, lo que permite confirmar las fallas indudables que existen en los procesos democráticos de América latina.

Ningún golpe de Estado puede ser aceptable en una comunidad democrática, pero en los últimos años hemos visto cómo se ha ido desarticulando esa comunidad y cómo los instrumentos democráticos han sido utilizados una y otra vez para construir regímenes autoritarios. Zelaya cayó porque quiso, con menos suerte, seguir el camino que ya han recorrido muchos mandatarios en la región: la reforma constitucional para poder reelegirse una y otra vez. El camino lo iniciaron Carlos Menem en Argentina y Alberto Fujimori en Perú en los 90, pero se fue perfeccionando y fue llevado al límite por Hugo Chávez, que ha modificado una y otra vez la constitución para garantizarse una reelección casi a perpetuidad, incluso renovando el ejercicio en las ocasiones en que perdió las consultas populares. Lo ha hecho Chávez y en cada reforma constitucional ha cerrado aún más la libertad de expresión, los derechos humanos esenciales, ha perseguido y dejado menos espacio para las oposiciones hasta convertirse, prácticamente, en un régimen de partido único, gobernado en los hechos por militares, muchos de ellos los que acompañaron al propio Chávez en sus intentos de golpe de Estado antes de hacerse con el poder por la destrucción de los partidos tradicionales de centro derecha y centroizquierda. Lo mismo han intentado hacer, con menos control sobre el sistema político y militar, Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia. Lo hizo también, realizando una extraña alianza con el ex presidente de derecha Arnoldo Alemán, el nicaraguense Daniel Ortega. Fue lo que hicieron, con un giro legal demasiado obvio, los esposos Kichner en Argentina. Lo ha hecho en otro extremo ideológico el presidente de Colombia, Alvaro Uribe, y era lo que quería hacer Manuel Zelaya en Honduras.

Quizás la única diferencia de Uribe (e incluso los Kichner que el mismo domingo perdieron las elecciones en su país), respecto a Chávez, Morales, Correa, Ortega y lo que quería hacer Zelaya, es que han mantenido funcionando sus respectivos sistemas políticos sin convertirlos en maquinarias autoritarias. Pero la norma ha sido la de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua: gobiernos que han utilizado los mecanismos de la democracia para transformarla en una coartada para consolidar regímenes autoritarios y unipersonales. Y la comunidad de naciones de América latina ha caído en esa trampa en forma gustosa, porque muchos mandatarios creen que podrían recurrir a esos mismos mecanismos si su fuerza y su popularidad se lo permiten. Hasta ahora, Brasil (donde hubo presiones muy fuertes para que Luis Inácio Lula da Silva buscara también una reforma constitucional que le permitiera reelegirse nuevamente), Chile y Uruguay son los que se han librado en forma más exitosa de esa tentación. Y México donde el tema de la reelección, sobre todo la presidencial, es un tema tabú, incluso yendo más allá de lo deseable en cualquier sistema político maduro. Un tabú que no hubiera resistido demasiado tiempo, eso ya es una especulación, si un personaje tan cercano en psicología y forma de entender el manejo personal del poder con los Chávez, los Morales, los Correa, los Ortega del continente, como López Obrador hubiera llegado al poder.

Eso es lo que ocurrió con Zelaya, un hombre que llegó al poder a través de un partido de centroderecha, el Liberal, con el respaldo de Estados Unidos, y que estando ya en el gobierno abandonó a su partido, rompió sus alianzas nacionales e internacionales, se pegó a la Cuba de Fidel y tomó como modelo a Chávez, con la intención, explícita, de reformar la constitución de su país para poder reelegirse. Allí se originó el conflicto: ¿la conversión de Zelaya, como había ocurrido antes con el propio Chávez, con Correa o con Daniel Ortega, se dio porque cambió sus convicciones ideológicas ya en el poder o porque simplemente vio que esas nuevas convicciones le permitirían perpetuarse en el mismo?. Por supuesto que fue lo segundo.

El tema es el poder y cualquier mecanismo que permita la reelección continua de quien lo detenta está vulnerando el sistema democrático que lo llevó al gobierno. En cualquier democracia puede haber posibilidades de una reelección o dos, pero debe existir un periodo de tiempo máximo para la permanencia en el poder: es una condición básica del propio sistema para poder renovarse y legitimarse con regularidad. Si las reelecciones permanentes en el ejecutivo distorsionan el sistema, mucho más lo hacen cuando el mismo, reconociéndose de derecha o de izquierda, se convierte, como en la enorme mayoría de los casos que hemos citado, en un régimen autoritario y populista.

En última instancia todos los gobiernos autoritarios del siglo veinte buscaron formas de legitimación e incluso por la vía electoral llegaron al poder tanto Benito Mussolini como Adolf Hitler. El voto es parte indivisible de la democracia pero para que sea considerada como tal debe tener otros atributos. Y eso los ha ido perdiendo en la enorme mayoría de los regímenes que la han utilizado para garantizar un poder unipersonal y permanente. El golpe de Estado es inaceptable, aunque sea con respaldo del Congreso y de la Corte (debe haber mecanismos de revocación que pasen por otras vías) pero también lo es perpetuarse en el poder escudándose en una escenografía democrática.

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