La disputa
Columna JFM

La disputa

El difícil representar mejor la división real entre proyecto diferentes, enfrentados entre sí, que se da en hoy en América, que la realización de las cumbres simultáneas del Unasur, que se realizó en Quito, y la de los líderes de América del Norte, efectuada en Guadalajara. Son dos mundos, dos concepciones, dos formas de relacionarse con los demás y de ubicarse en la economía mundial que casi no tienen puntos de coincidencia.

El difícil representar mejor la división real entre proyecto diferentes, enfrentados entre sí, que se da en hoy en América, que la realización de las cumbres simultáneas del Unasur, que se realizó en Quito, y la de los líderes de América del Norte, efectuada en Guadalajara. Son dos mundos, dos concepciones, dos formas de relacionarse con los demás y de ubicarse en la economía mundial que casi no tienen puntos de coincidencia.

Unasur se ha convertido en el espacio privilegiado del chavismo: el mandatario venezolano Hugo Chávez, el ecuatoriano Rafael Correa, el nicaragüense Daniel Ortega y el boliviano Evo Morales, acompañados por el depuesto Manuel Zelaya (y por Raúl Castro, que aunque no tenga nada que ver con el sur del continente es cliente frecuente de esos encuentros), y cada vez más por la argentina Cristina Kirchner, conciben ese espacio como propio, como un espacio de confrontación con “el imperio” (léase Estados Unidos) y sus aliados (léase México y Colombia, aunque también se suele incluir a Chile, Perú y Uruguay e incluso a Brasil, que sigue, sin duda, su propio camino en esa definición) utilizado en realidad para tratar de extender su influencia. Es un espacio basado en gobiernos autoritarios, unipersonales, con economías cada día más cerradas y estatizadas, con alianzas estratégicas con grupos como las FARC y naciones como Irán, Rusia y China. Y algo más preocupante: sobre todo en el caso de Chávez, casi siempre dispuesto, por lo menos en el terreno discursivo, a lanzarse a una confrontación militar con quien considere su enemigo en turno. El proyecto estratégico de este grupo de naciones no es viable en el largo plazo y ha fracasado una y otra vez, tanto en América latina como en el mundo, pero la memoria de la región es tan corta como larga la lista de inequidades que alimentan la posibilidad de expansión del mismo.

México, guste o no, lenguaje o discurso aparte, se debe ver en América del Norte: por nuestra ubicación geográfica, por las diferencias evidentes que existen con el sur del continente en muchos sentidos, pero sobre todo por la economía y la movilidad social. Tanto económica como socialmente México está integrado con el norte, en Estados Unidos viven millones de mexicanos y sus descendientes y su presencia es cada día más importante en Canadá; nuestro comercio se realiza en más de un 80 por ciento con esos países y entre los tres se crea una de las zonas económicas más poderosas del mundo.

Mientras en la UNASUR se habla de regresar al mundo de la primera mitad del siglo XX, México, Estados Unidos y Canadá tienen todo para mirar hacia el futuro. Pero, paradójicamente, mientras esas naciones inscriptas en el chavismo buscan y logran acuerdos aunque éstos sean en la práctica inaplicables y reflejo de un regreso al populismo y el autoritarismo que cubrió con un manto de escuridad casi todo el siglo pasado a la región, en el Norte del continente los acuerdos pasan por las coyunturas y no terminamos de encontrar las rutas para tener claridad en el rumbo a seguir. Es verdad que existen diferencias y desafíos importantes: que la agenda de Obama está ocupada hoy por temas internos tan graves como la salida de la crisis, la guerra contra el terrorismo y batallas como la de la implementación de un seguro médico universal; que la agenda de Harper es de muy corto plazo porque su partido está a punto de perder las elecciones en Canadá; y que México, además del desafío que implica la inseguridad, tampoco ha realizado las reformas que el país requiere para avanzar mucho más en la integración posible con la región. Pero tampoco, lo vimos en Guadalajara, fuera de la profundización de la relación personal entre los mandatarios, sobre todo entre Calderón y Obama, se termina de construir un discurso que vaya más allá de la coyuntura en términos propositivos, de visión de futuro, de compromisos de integración.

Existe en este sentido una concepción errónea que deviene de creer que en América del Norte puede darse un proceso de integración similar a que se dio en Europa. Se olvidan muchas cosas: primero que la integración europea inició en 1956 con el tratado del carbón y el acero, firmado, básicamente por Alemania y Francia y tardó muchos años en avanzar hacia un modelo de integración superior. Segundo, que geográficamente estamos ante territorios más pequeños, mucho más comunicados, con un nivel de vida relativamente equilibrado (sobre todo entre los primeros impulsores de la integración) y que, además, venían de dos guerras que los habían diezmado y les habían hecho comprender que la división y el enfrentamiento acabaría con ellos.

Ninguna de esas condiciones se han dado en América del Norte: hemos dado un paso enorme con el TLC pero aún falta mucho por avanzar en el propósito integrador; los tres países son enormes, diversos, con diferencias profundas dentro de cada nación. Las diferencias de desarrollo son notables. Y tampoco, a lo largo del siglo veinte hemos tenido en frente el desastre de una guerra en nuestros territorios. Pero, por encima de ello, hay una diferencia más importante: los europeos desde un inicio tuvieron claro hacia dónde querían avanzar, tardaron años pero el objetivo estaba definido y aún asumiendo costos políticos, fueron dando los pasos en la dirección correcta. En nuestro caso existe un idea general de integración que luego de la aprobación y puesta en marcha del TLC en 1994, se ha ido desdibujando como si se pensara que el mismo funcionaría en automático y no fuera necesario nutrirlo y desarrollarlo.

No tenemos nada que ver con el modelo que impulsan el chavismo y sus aliados, pero el modelo que se podría reflejar desde el norte del continente tampoco termina de configurarse como para ser planteado como una verdadera alternativa. Allí está el desafío y estaría también la necesidad de plantearse  el futuro de la región como algo más que una opción comercial relativamente eficiente.

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