La batalla de Nuevo León
Columna JFM

La batalla de Nuevo León

Los enfrentamientos del viernes pasado en el municipios de Juárez en la periferia de Monterrey son de los más graves que se han dado entre fuerzas de seguridad y del narcotráfico en los últimos meses y una demostración más de que la visión de buscar un acuerdo, una tregua o canalizar la batalla en torno a sólo uno de los grupos delincuenciales son, simplemente, absurdos, ajenos a la realidad.

Los enfrentamientos del viernes pasado en el municipios de Juárez en la periferia de Monterrey son de los más graves que se han dado entre fuerzas de seguridad y del narcotráfico en los últimos meses y una demostración más de que la visión de buscar un acuerdo, una tregua o canalizar la batalla en torno a sólo uno de los grupos delincuenciales son, simplemente, absurdos, ajenos a la realidad.

La historia muestra también lo complejo del tema. El operativo del viernes en Juárez, Nuevo León, comenzó mucho tiempo atrás, con un trabajo de inteligencia de la marina de México contra los Zetas desarrollado en otros puntos de la república. Gracias a ese trabajo, destinado a localizar a los mandos de esa organización, sobre todo los que habían ordenado el asesinato de mandos militares, particularmente el general Mauro Enrique Tello Quiñones en Cancún a principios de este año, y del general Juan Esparza García, en el municipio de García, Nuevo León, fuerzas de seguridad, coordinadas por la marina llegaron a un domicilio en Juárez donde estaban un grupo muy numeroso de sicarios y personas secuestradas por estos. En los enfrentamientos murieron, entre otras sicarios, los dos principales jefes del cártel de los Zetas en Nuevo León, con fuerte influencia en otros rincones de la república. Uno de ellos apodado El Flaco y el otro, responsable directo del asesinato de los dos generales: Ricardo Almanza, el Gori I. En la huida después de ese enfrentamiento, un grupo de sicarios que lograron escapar con un par de personas secuestradas, se topó con un retén de militares. Allí, luego de un largo tiroteo, cayeron varios sicarios y se incendió una camioneta en la cual iban, por lo menos, dos personas con las manos amarradas. Todos los pasajeros murieron.

Un par de horas más tarde, un grupo de unos 50 sicarios, en unas diez camionetas, atacó un centro de arraigo en el municipio de Escobedo: con una camioneta derribaron la puerta del centro y  no se sabe exactamente qué ocurrió después: lo cierto es que dos agentes federales murieron y se supone que tendría que haber por lo menos unas 20 personas más de custodia. No se sabe qué sucedió con ellos, si escaparon, si estaban coludidos con los delincuentes, si éstos se los llevaron. Por lo pronto lo que sí es cierto es que unas 23 personas que estaban arraigadas en esas instalaciones se fueron o fueron obligadas a partir con los sicarios. La enorme mayoría de éstos eran ex policías locales que estaban siendo investigados por  su relación con el cártel de los Zetas. También era responsabilidad local la custodia del centro de arraigo.

Entre los saldos importantes del enfrentamiento se debe anotar el golpe que recibieron los Zetas, incluyendo la muerte del Gori I, uno de sus líderes más violentos y responsable de innumerables asesinatos. Alguno dirá que con ello se desarticuló su estructura pero no es así; el asalto a la casa de arraigo de Escobedo demuestra que tienen estructura pero que, además, siguen contando con una fuerte protección en las policías locales. Pero también que una acción de esas características, más que un ataque planeado con anterioridad fue una reacción ante el golpe recibido, lo que confirma el grado de violencia pero también la tendencia a actuar sin mucha reflexión cuando no existe comunicación con sus mandos naturales, ya sea porque son detenidos o muertos o porque toman decisiones autónomas (como había hecho el propio Gori I al asesinar al general Esparza García y sus custodias en el municipio de García).

Ello confirma muchas cosas: primero, que los trabajos de inteligencia realizados en forma compartimentada por distintas autoridades militares y policiales, pero con mecanismos de coordinación en los mandos principales, es un arma que puede y debe dar frutos. Segundo, que los grupos de sicarios se mueven cada vez más con un número altísimo de integrantes tratando de imponer su poder de fuego. Y que en ese sentido, si las fuerzas de seguridad están preparadas no sólo pueden hacerles frente sino incluso aniquilarlos. Tercero, que las policías locales están profundamente infiltradas, porque no puede haber ese tipo de movimientos, de diez o quince camionetas con unos 50 hombres armados, sin que las autoridades locales siquiera los detecten, o que haya un ataque como el realizado ante el centro de arraigo de Escobedo y que no se sepa qué pasó con quienes debían custodiarlo. Y cuarto, que la política de centros de arraigos es un desastre, cuando no se suicidan los arraigados, se van a tomar un café y son asesinados. O se coloca a 23 en el mismo lugar y todo el mundo sabe en donde están, hasta que son “rescatados”. Algo está muy mal.

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